«Tarde de perros» es una muestra excepcional de lo que se puede ofrecer en el cine cuando el talento pesa más que cualquier presupuesto millonario. Sidney Lumet vuelve a dar una lección al respecto. Si te gustó «Doce hombres sin piedad» y no has visto ésta, ¡no te la pierdas!
En el póster de la película se resume su esencia de una manera muy precisa: «El robo debería haberles tomado diez minutos. Cuatro horas más tarde, el banco parece un espectáculo circense. Ocho horas más tarde, es pasto de la televisión y del sensacionalismo. Doce horas después ya es historia. Y todo es verdad». «Tarde de perros» está basada en hechos reales, lo que hace aun más increíble esta peripecia.
Sonny (Al Pacino) y Sal (John Cazale) son dos pobres desgraciados que, junto a un tercero que se esfuma enseguida, han planeado atracar una sucursal de un banco de Brooklyn. Con el título de la película, es fácil adivinar que no les va a ir bien. Lo que parece, sin embargo, una premisa abocada a aburrir porque no tiene suficiente fuelle para aguantar toda la película, se convierte en un motor sólido que mantiene a flote la trama sin llegar a hacerse pesada. De hecho, no se notan las dos horas que dura.
Las situaciones son cada vez más rocambolescas. No solo pierden a un integrante de la «banda» en los primeros cinco minutos, sino que se enfrentan a empleadas respondonas, a un segurata con asma e, incluso, a un lamentable botín de menos de mil doscientos dólares. Desde luego, «Tarde de perros» no puede clasificarse como una comedia, pero te hará reír o, por lo menos, poner una sonrisa bobalicona al ver las situaciones por las que pasan los protagonistas.
Otro aspecto a destacar es la música o, mejor dicho, la ausencia de ésta. El guión está muy bien construido (aunque lleno de improvisaciones), la puesta en escena es claustrofóbica y los personajes sirven la tensión en bandeja. No la echas en falta. En ningún momento te preguntas qué es lo que pasó con la música del inicio, tan simpática ella.
También es rescatable la crítica social que promulga. Por un lado, se juzga la actuación policial. Por otro, la homofobia, que, curiosamente, recae en el protagonista y en su pareja transexual. Estamos en 1975. O, al menos, esta es la fecha del estreno de la película.
Se dice que Al Pacino nunca ha vuelto a actuar tan bien después de su «Tarde de perros«, que se le subió a la parra eso de ser una estrella y no ha podido dar una interpretación a la altura de su Sonny. No es ninguna sorpresa: pues su personaje nos hace transpirar con él, preocuparnos y desarrollar el síndrome de Estocolmo tanto como las demás empleadas de la sucursal.
Al Pacino tuvo que vivir de verdad ese atraco desastroso, sentir la desesperación que inundaba a Leon por no tener el dinero para operarse y la vejación continúa a la que le sometía su mujer. No es un personaje fácil si descomponemos todos los trazos de su psicología, pero aun se vuelve más complicado si nos metemos con sus relaciones.
John Cazale, por otro lado, es muy capaz de ponernos con los nervios a flor de piel con ese cristiano ambiguo que interpreta: le da reparos fumar un cigarro por no profanar el templo del señor y, sin embargo, no le angustia robar a mano amarda con el consiguiente peligro de herir -o matar- a algún inocente.
El final supone un duro mazazo emocional, pese a ser esperable, si tenemos en cuenta que está basado en hechos reales. Aun así, «Tarde de perros» es una buena recomendación para seguir con el cine de Lumet, meterse en la década de los 70 y pasar un par de horas muy agridulces. Como ejercicio cinematográfico también es excepcional.